Por Carlos Bonfil
carlos.bonfil@gmail.com
La Jornada
La media docena de empresas multinacionales que controlan el grueso de la distribución fílmica en México ajustan los tiempos de pantalla en el país a sus propios intereses y reservan así a las producciones hollywoodenses las mejores condiciones de mercado.
Huelga decir que esta situación se agrava con el contexto legal creado por el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), que favorece a la economía estadunidense con tarifas y aranceles preferenciales y que reduce considerablemente la consolidación de una industria fílmica local. En 2010 se produjeron alrededor de 70 películas, la mayoría financiadas por organismos estatales, de las cuales se han proyectado poco más de 50. Se trata, en su conjunto, de producciones de alto presupuesto que invariablemente ofrecen narrativas demasiado convencionales. De modo paralelo, existe un número apenas significativo numéricamente de películas independientes que son premiadas en festivales extranjeros, pero que el público local desconoce casi por completo. La situación es paradójica: cuando en otros países se habla favorablemente de cine mexicano, de lo que se habla es precisamente del cine que apenas se distribuye en México, y que a menudo es desdeñado por los productores que hacen las numerosas películas mexicanas que casi nadie ve en el extranjero.
La gran mayoría de las 70 películas producidas en el 2010 son productos de consumo local, y por su escasa calidad artística, impresentables fuera de los circuitos comerciales para los que fueron diseñadas. No hay mucho entonces de que vanagloriarse al mencionar la pretendida buena salud del cine mexicano, sobre todo si tomamos en cuenta que en el festín de la programación hollywoodense en cartelera, ese cine nuestro es un convidado de segunda categoría.
A diferencia de otros países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Chile), donde el Estado apoya no sólo la producción de las películas sino también su distribución efectiva, con marcos legales que controlan la invasión de productos hollywoodenses imponiéndoles aranceles y reglas de juego equitativas en beneficio de la producción local, en México se ha desalentado la participación de las televisoras (el duopolio Televisa/Tv Azteca), que poco o ningún interés manifiestan en participar en una industria fílmica poco redituable en su deslucida competencia con los productos estadunidenses. Algo similar puede decirse de una inversión privada que observa cómo las exhibidoras y las distribuidoras fílmicas acaparan la mayor parte de los ingresos en taquilla, dejando a los productores una ganancia mínima, de modo alguno atractiva. A esta falta evidente de estímulos hay que sumar la proliferación incontrolable del mercado de la piratería, donde las cintas nacionales son consumidas por el público popular que ha desertado los grandes complejos cinematográficos (elevación de precios en el trinomio taquilla, dulcería, estacionamiento), para dejar en ellos al público de clase media que consume de preferencia blockbusters hollywoodenses. Un público de escasos recursos consume así el cine mexicano de baja calidad que se disputan exhibidores y piratas, y esas mismas películas nacionales duran apenas una o dos semanas en cartelera, desdeñadas por el público de clase media que en lugar de comprar películas piratas prefiere integrarse al lujoso espacio Cinemex o al fantasioso mundo Cinépolis, para ejercer allí su poder adquisitivo y pedir a cambio emociones en tercera dimensión, las mismas cintas que disfrutarían en idénticas condiciones en Los Ángeles o Houston, o aquellas películas mexicanas que, en clonaciones esforzadas, hayan conseguido parecerse a la propuesta de entretenimiento estadunidense.
El cine mexicano comercial, cuyo boom de 70 cintas anuales tanto se festeja oficialmente, semeja crecientemente una serie de copias piratas del peor cine estadunidense. Dos botones de muestra: No soy tú, soy yo, de Alejandro Springall, con Eugenio Derbez, la cinta más taquillera del 2010, y La otra familia, de Gustavo Loza, su contendiente más probable para 2011.
A diferencia de otros países latinoamericanos, cabe repetir, el gobierno mexicano ofrece una política cultural invertebrada, mayormente dispuesta a favorecer el ornato y la celebración onomástica, la improvisación y el despilfarro, decidida en todo caso, en lo que se refiere al cine nacional, a no manifestar una voluntad política de defensa real de los valores culturales, y a mantener una cómoda postura de avestruz para abrir grandes las puertas al capital extranjero, sin limitaciones ni reglas ni trasnochadas defensas de soberanía, y privilegiar así de lleno un ideal de entretenimiento masivo capaz de incorporarnos, en calidad de parientes pobres, y de una vez por todas, al gran sueño americano.
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