Jordi Costa
El País
La carrera política de Harvey Bernard Milk, concejal del Ayuntamiento de San Francisco entre el 8 de enero y el 27 de noviembre de 1978 (la fecha de su asesinato), fue tan breve como inabarcables resultan los ecos de su legado en la historia del activismo gay: primer político americano abiertamente homosexual, Milk ha inspirado un musical, una ópera y una biografía de referencia -The Mayor of Castro Street, de Randy Shilts- que sirvieron de punto de partida a un documental oscarizado -The Times of Harvey Milk (1984), de Rob Epstein y Richard Schmiechen- y que ya había sido tanteada por Gus Van Sant para una posible adaptación cinematográfica que no vio la luz.
Las diferencias entre esa película nonata y la que ha acabado realizando el mismo director con la complicidad del aquí guionista Dustin Lance Black -y, a su vez, cineasta claramente comprometido con la causa gay- y de un Sean Penn con lujuria de Oscar pertenecen al terreno de la conjetura: quizá podría haber sido una película más agresiva, airada o radical, pero la sombra de esas posibilidades no debería difuminar los méritos de Mi nombre es Harvey Milk, un trabajo que extrae su fuerza precisamente de su capacidad de doblegarse a la convención para lograr sus propósitos. En cierto sentido, Gus Van Sant actúa como el Harvey Milk que utilizó su corte de pelo y su indumentaria -un espejismo de orden- como arma política orientada a captar la benevolencia del votante.
Capaz de desconcertar a los más firmes creyentes en su integridad indie con dos desalentadores ejercicios de estilo mainstream -El indomable Will Hunting (1997) y Descubriendo a Forrester (2000)-, Gus Van Sant llevaba cuatro películas indagando en la esquiva caligrafía de la violencia, la destrucción, el azar y sus derivas en una marcada clave autoral -Gerry (2002), Elephant (2003), Last Days (2005) y Paranoid Park (2007)-, antes de afrontar este nuevo cambio de registro en dirección al gran público. Tenía este crítico la impresión, probablemente equivocada, de que tanto en esas excursiones mainstream como en su reciente ensimismamiento artie, Gus Van Sant no dejaba de ser un maestro de la impostura.
Mi nombre es Harvey Milk revela otra cosa: al poseedor de una autoría líquida capaz de cambiar de piel y estilo según las exigencias del proyecto que tiene entre manos. En este caso, la vida de Harvey Milk parece estar tan cerca de las propias convicciones personales del cineasta, que el lenguaje conservador -el del biopic oscarizable- se revela como la mejor opción posible para que el proyecto alcance toda su funcionalidad política.
Explotando las posibilidades didácticas del género en el que se inscribe, Mi nombre es Harvey Milk consigue hacer transparente y comprensible un proceso sumamente complicado: la articulación de una reivindicación política en el tejido de una ciudad a partir de la apropiación comunitaria de uno de sus barrios, el trenzado progresivo de un lobby de influencia y la racional infiltración en sus órganos de poder. La película es mucho más que la hagiografía de un activista gay: es toda una lección de política americana y, al mismo tiempo, la crónica de un civilizado juego de estrategia ciudadana cuya meta final es la conquista de libertades colectivas.
Para J. Hoberman, crítico del Village Voice, es la primera película americana abiertamente obamista: una Vida Ejemplar trazada con los colores de la esperanza y que no hurga en las turbulencias políticas que siguieron al asesinato de Milk y el alcalde George Moscone a manos del exconcejal Dan White. Sean Penn ofrece un intenso recital de contención en la piel de este mártir ciudadano que, pese a su temperamento discreto, supo entender que la política de su país tenía una de sus claves en el sentido del espectáculo.
sábado, 14 de enero de 2012
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