Kamchatka, el nuevo y emotivo filme de Marcelo Piñeyro, se centra en las vivencias íntimas de una familia durante la dictadura.
Por Diego Lerer
Clarín
Harry y Simón no se llaman así. Fue papá el que, jugando, les pidió que eligieran un nombre falso para ponerse y ellos eligieron esos. Harry, que tiene 10 años, se lo puso por Harry Houdini, el famoso escapista al que tanto admira y cuya biografía lo ayuda a pasar los días de encierro en la quinta. A su hermano le tocó el de Simón Templar, El Santo, ya que el chiquito de 5 está desarrollando una extraña obsesión religiosa que incluye ponerle halos a todo lo que encuentra.
En el mundo de Kamchatka importan más las aventuras de David Vincent en Los invasores que lo que pasa en el mundo exterior. Y tomar Nesquik con grumitos, jugar al T.E.G. con papá, perseguir sapos y evitar mearse en la cama. Hay amigos que se llaman Bertuccio (¿quién no tuvo un amigo así en la primaria?) y discos de Roberto Carlos. Mamá maneja un Citroën y fuma Jockey. Papá hace "zafarrancho de combate" cuando hay peligro y siempre anda con cara de preocupado.
Para quienes recuerdan los primeros años del Proceso militar de esta manera, Kamchatka tendrá un aire de fascinante familiaridad. Aquí, la realidad política terrible que atravesaba a la Argentina es vista como un eco distante por un chico que sabe que algo pasa, intuye, siente el peligro cerca, pero no alcanza a definir bien qué es. "¿A los abogados también se los llevan?", pregunta Harry a papá.
En la nueva película de Piñeyro, la más acotada y sincera, la más emotiva y menos efectista, el mundo es una pequeña casa de campo donde papá y mamá han llevado a los chicos para escaparse de la persecución militar. Se sabe de entrada que ellos van a vérselas feas, pero los chicos no pueden dimensionar el peligro. Saben que no hay que contestar el teléfono, ni ver a Bertuccio. Y que papá ya no es abogado sino arquitecto, y que se llama David Vicente, otro combatiente frente a los invasores.
Kamchatka se centrará en las vivencias íntimas de los Vicente, y será un relato pequeño, de cámara, que sólo dejará pasar la realidad en forma de metáforas, casi a la manera de la reciente Señales. Las metáforas serán, en principio, simpáticas, ingeniosas, amables. Cuando los padres los sacan del colegio, la presentación de Los invasores se escucha mientras se ve a los "milicos" parando a los autos. Luego estará la voz en off de Harry narrando las hazañas de Houdini ("era escapista, no mago") en paralelo a las situaciones que viven. Y estará el T.E.G., lugar donde se dirime la batalla más dura, la simbólica, entre los agresores y los que resisten.
Lo cierto es que este paralelismo termina por ser limitante. ¿Hasta qué punto cada una de las vivencias puede ser explicada en forma de juego infantil? Luego de un tiempo, Kamchatka se convierte en un festival del meta-aforismo y para cuando uno ya supone que la marquilla colorada de los Jockey tiene algo que ver con la filiación de izquierda de los padres, ya resulta difícil volver a concentrarse en la historia.
Kamchatka se plantea, como construcción de relato, un desafío: ¿De qué hablamos cuándo no hablamos de lo que deberíamos hablar? A diferencia de cierto mal cine argentino que dice o explica todo lo que el realizador quiere transmitir, Kamchatka prefiere alejarse un escalón, dar una vuelta de tuerca. Pero lo cierto es que no se libera del todo, y así la película nunca fluye. Cada hecho está atado, como condenado, a ser parte de un engranaje que debe resultar claro al espectador.
Lo que sí logra Piñeyro es respetar el punto de vista de Harry, al punto de que el preciosismo visual que aqueja a ciertas escenas (en especial, el casi publicitario viaje a la casa de los abuelos, incluyendo la búsqueda de la metafórica estrella fugaz) puede atribuirse a la mirada inocente del chiquito. Y lo que sí se libera es la emoción, que golpea con toda su fuerza sobre el final, en ese momento exacto en que los juegos pasarán a ser parte del pasado.
Publicado originalmente el 17 de octubre de 2002
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