jueves, 30 de diciembre de 2010

Che. Un hombre nuevo

Luciano Monteagudo
Página 12


Realizada a lo largo de doce años en Argentina, Bolivia, Perú y Cuba, con centenares de documentos y archivos consultados en todo el mundo, Che - Un hombre nuevo bien puede considerarse la biografía cinematográfica definitiva de Ernesto Guevara, un trabajo de investigación sin precedentes, que rescata innumerables materiales hasta ahora inéditos, no sólo de su faceta de hombre público, sino también del orden de lo privado: películas caseras, cintas magnetofónicas, textos, cartas y fotos familiares que no habían trascendido o sólo habían tenido circulación en ámbitos muy cerrados de Cuba. Hay una voluntad totalizadora en el film de Tristán Bauer que va más allá de la clásica celebración del Che como un hombre de acción y a la vez de reflexión, capaz de hacer de la teoría revolucionaria una praxis y de la praxis una nueva reformulación teórica.

El documental de Bauer y de su coguionista Carolina Scaglione sostiene y desarrolla esta dialéctica, que el propio Guevara sintetizaba como la de un hombre de “espíritu apasionado y mente fría”. Pero aspira a dar cuenta de más, a poner en igualdad de condiciones al combatiente guerrillero y al hijo pródigo, que nunca deja de extrañar el regazo de su madre; al hombre de Estado y al padre preocupado por el futuro de sus hijos; al líder revolucionario y al poeta aficionado, que sigue escribiendo aun en lo más profundo de la selva, después de una jornada completa de marcha forzada; al brillante orador de tribuna y al compañero enamorado, que le deja a su mujer, antes de emprender el viaje que lo conducirá a la muerte, una cinta con la lectura susurrada de versos de Vallejo y de Neruda: “Ahora para ti, Aleida, lo más íntimamente mío y lo más íntimo de los dos...”.

Es más, se diría que el costado no sólo más valioso sino también único de Che – Un hombre nuevo está precisamente allí, en su descubrimiento de la faceta más íntima de Ernestito o el Te-Te, en la revelación del mundo privado del Che, que paradójicamente nunca dejó de ser un hombre siempre público, fotografiado y filmado desde niño, por sus padres primero, durante sus largas temporadas en Alta Gracia para mitigar el asma, hasta por centenares de camarógrafos, amateurs o profesionales, anónimos o famosos gracias a él (como Alberto Korda o Freddy Alborta), que lo inmortalizaron vivo y también muerto. Es verdaderamente impresionante la cantidad de documentación que quedó sobre el Che, en todos sus aspectos, desde los más notorios hasta los más secretos, como ese autorretrato que él dispara con su propia cámara frente al espejo en la soledad de su habitación del Hotel Copacabana, en La Paz, poco después de haber ingresado de manera clandestina a Bolivia, disfrazado de un pacífico comerciante uruguayo.

Esa faceta íntima, recóndita incluso –a la que contribuyó de manera decisiva toda la documentación puesta a disposición por su viuda, Aleida March–, también incluye textos políticos hasta ahora desconocidos, como los que aparecen en esas libretas desclasificadas al fin por el ejército boliviano (que lee en off el sobrino del Che, Rafael Guevara) o muy poco difundidos, como ese texto profético, escrito luego de la derrota en el Congo, en el que anticipa su propia muerte tal como la publicará el semanario Life. O esa sacrílega revisión crítica de la economía política soviética, un ensayo que el Che dejó inconcluso y que ya en 1965 parecía anunciar la caída del Muro de Berlín, ocurrida casi un cuarto de siglo después.

Así de inestimables como son todos estos materiales, que abren nuevas perspectivas sobre el Che, sobre su ética personal y su pensamiento político, puede llegar a ser discutible la manera de utilizarlos. A esa intención de dar cuenta de un Guevara íntimo se superpone una inocultable tendencia a una narrativa de dimensiones épicas. La vida del Che, puede pensarse, es lo suficientemente épica en sí misma como para sumarle un énfasis desde la edición, por momentos trepidante, hasta la música de Federico Jusid, excesiva y redundante. Esa contradicción, presente a lo largo de todo el film, se hace sobre todo evidente en las secuencias inicial y final, cuando la voz de Guevara le deja a Aleida lo más íntimamente suyo (sus versiones de Los heraldos negros, de César Vallejo, y de Farewell, de Pablo Neruda) y el montaje y la banda de sonido se recargan simultáneamente de imágenes (de Vietnam a Irak) y de música sinfónica. Es una elección de los realizadores –qué duda cabe– pero que permite preguntarse si no hubiera sido mejor dejar librada a la sensibilidad del espectador la emoción y el sentido de esos poemas en vez de querer imponerle una casi por la fuerza.

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