Por Marta Ruiz
En marzo de este año Cine Colombia decidió hacerle un homenaje a Quentin Tarantino y trajo de nuevo a sus salas la película Pulp Fiction (Tiempos Violentos), un clásico del cine de violencia en el que John Travolta y Samuel Jackson no escatiman tiro en los sesos de sus víctimas, donde se consume cocaína en primerísimo plano y hay sangre a borbotones. Una buena dosis de estos ingredientes se puede ver en el tráiler con el que se promovió el regreso de la película:
Aunque no soy cinéfila, debo confesar que he visto algo de Tarantino: Perros de la reserva, Jackie Brown, la propia Pulp Fiction y por supuesto Kill Bill, a pesar de lo poco adorable que es Uma Thurman a la hora de matar. Son películas duras y aun así, que yo sepa, nadie sería tan insolente como para pedirles a los productores que cambien algunas de sus imágenes más fuertes. Eso, lo saben los programadores de cine, sería considerado censura, por no decir estupidez.
Pero qué paradoja. Cine Colombia acaba de negarse a pasar en sus salas un tráiler de dos minutos y medio para promover el documental No hubo tiempo para la tristeza, realizado por Jorge Mario Betancur y Patricia Nieto para el Centro de Memoria Histórica, y que resume el Informe General del Conflicto Colombiano Basta ya.
El Centro de Memoria llevaba varias semanas negociando la transmisión del tráiler, que no era gratis, por cierto, sino un negocio por el que se pagarían 140 millones de pesos. Ni siquiera se trataba de pasar el documental completo, que dura una hora y cuatro minutos y que explica en profundidad cómo llegamos a tener en las últimas décadas 220.000 muertos, 27.000 desaparecidos, igual número de secuestrados y cinco millones y medio de desplazados.
Este es un documental serio que muestra el sufrimiento, la lucha y la dignidad de las víctimas, y que explica la magnitud y las causas de la guerra colombiana. Y lo que buscaba el Centro de Memoria Histórica era promoverlo entre un público urbano al que el conflicto le vale huevo. A lo mejor con el tráiler, algún despistado adolescente, de esos que van al cine a hartarse de crispetas, se interesaba en la historia de su país, ya que, por cierto, en los colegios acabaron con esta asignatura.
Pero Cine Colombia (o quienes negocian por ellos) prefirió no publicar la pieza. Les pidió a los productores, de manera insolente, que quitaran las imágenes fuertes. Se refieren seguramente las llamas que consumen al Club El Nogal luego de un atentado terrorista, o a los cuerpos tendidos de varios campesinos luego de una masacre. Nada que no hayan mostrado los noticieros y nada que no merezca ser visto por los colombianos como parte del reconocimiento de la tragedia colectiva que hemos vivido.
Claro que hay que reconocer que los ejecutivos que pidieron la mutilación del tráiler le brindaron varias alternativas a Memoria Histórica. Por ejemplo, pasarlo por Blu Radio o publicarlo en El Espectador. Vaya uno a saber cómo pensaban estos genios del cine pasar una pieza audiovisual por la radio.
Para mí está claro que este es un caso de censura, agravado por ser Cine Colombia una empresa dominante en su área. Aunque, como es usual, a la arbitrariedad le sumen el peregrino argumento de que como entidad privada tienen derecho a publicar lo que bien les parezca.
Que Cine Colombia llene sus arcas con cine de violencia y se niegue a venderle un pírrico espacio a un documental emblemático sobre el sufrimiento de las víctimas es prueba de la fractura social que vivimos. De la corta visión de país que tienen ciertos empresarios y de que algunas de nuestras más influyentes industrias culturales están en manos de cínicos.